PARA ECHAR A PERDER EL SÍNDROME DE LA RANA HERVIDA. Inteligencia social colectiva y las máquinas de la IA

por | NÚMERO DOS

#SHOW BLITZKRIEG | CÉSAR CORTÉS VEGA |

Me he colocado a menudo en ese estado de absurdo imposible, para tratar de hacer nacer en mí el pensamiento. Somos unos pocos en esta época empeñados en atentar contra las cosas, en crear en nosotros espacios para la vida, espacios que no estaban y no parecían tener que encontrar un sitio en el espacio.

Antonin Artaud, “El pesa-nervios”

MIRA, UNA RANITA

Está en todas las conversaciones, pues no es difícil imaginar que nos encontramos en el borde de un cambio de modelo de representación vinculado a las hoy llamadas “inteligencias artificiales”. Y, por puristas que supongamos nuestras advertencias sobre sus repercusiones, sin deberla ni temerla, nos hemos estado acostumbrando paulatinamente a ellas. Por eso, para comenzar a abordar el tema, me excederé un poco en la aplicación de la conocida analogía llamada “el síndrome de la rana hervida” que, a pesar de haber sido impugnada varias veces y colocada en el armario como un mito teórico más, no es mala para plantear, desde el empleo de un pobre animal supuesto, dos distintos escenarios. Uno en el que una tierna ranita será arrojada a una olla de agua hirviendo con el fin de comprobar su reacción. La crueldad, aunque hipotética, acá parecería infinita, incluso si no necesitamos realizar el experimento para saber lo que ocurrirá: el dolor, no solo en ella, sino en cualquier ser vivo sería desmedido y la muerte inmediata, gracias a la violencia con la cual ha sido aplicado el cambio de temperatura. Pero ahí no termina todo. Animado por la falta de límites de la infame mente humana, el segundo experimento parece aún más cruel que el primero: en lugar de lanzar al anfibio de tajo, se le dejará nadar en el agua de la olla, a la que muy gradualmente se le subirá la temperatura hasta su ebullición.

Eso provocaría en el animal, según se nos dice, la falta de rechazo sobre lo que le pasa a su cuerpo, que ya se cuece, que ya se muere. A diferencia del primer caso, la rana, acá, permanecería inmóvil sin reaccionar, debido a que los cambios han sido dosificados lentamente y en muy pequeñas cantidades. En el ejemplo de una rana no-teórica, esto puede ser puesto en duda: por supuesto que por mucho que nos hayamos acostumbrado a ciertas situaciones sin que las percibamos del todo en un inicio, la acumulación de eventos amenazantes tendría un quiebre límite antes de que el agua terminase por cocernos vivos.

No habría revoluciones en la historia si esto no fuese así. Sin embargo, la paradoja plantea al menos algo que vale la pena reconocer, sobre todo cuando los cambios referidos tienen que ver con las ideas de quienes los propulsan, su ideología, dirían los clásicos. La normalización de conductas ocurre mucho antes en nuestros procesos educativos, en la manera en la que se nos relata el mundo y se nos imponen deberes a los que nos atenemos en él. Ahí imaginamos que estamos en control, hasta que algo nos indica que el sistema en el que hemos fabricado ideas y hecho parte de acontecimientos varios es más contingente de lo que supusimos. O, al menos, relativo también a maneras opuestas de describirlo.

Todo cambio ha sido, justamente, producto de tal empalme de realidades disonantes, que sin embargo se adaptan, ya sea por el choque de sus contradicciones y su posible superación, o del convencimiento paulatino de cantidades cada vez más numerosas de seres deseantes. Luego, aquello que antes no entraba en la norma estadística, termina por hacerlo a fuerza de repetición y adaptación orgánica, o también de lo que Althusser llamaba “aparatos ideológicos”. Y de eso hace parte ahora lo que, con campechana coloquialidad, se le ha denominado el “algoritmo”: un patrón de órdenes para la solución de problemas dados en el procesamiento de la información y los datos que se derivan de ella. Y ¿cómo se consigue tal cosa? Con la interpretación y delimitación de los actos convertidos en referencias datificadas. Es decir, con nosotros, que se los entregamos mansamente, acostados en el interior de nuestra olla y metidos en su agua tibiecita, mientras con ello se realizan interpretaciones matemáticas de tales pachorras y confianzas.

El uso de los entornos en línea donde los usuarios dialogan cada vez más con inteligencias artificiales implica una suerte de democracia particularizada.

TECNOBUROCRACIA

Así que, veamos: según palabras del mismo Mark Zuckerberg (dueño de la compañía Meta), están a punto de implementarse modelos de realidad en los que los usuarios de cualquier plataforma podrán generar intermediarios virtuales para una infinidad de operaciones sociales [1]. Esto pone en el centro el ideal de suplencia simbólica humana, que de hecho ya estaba comprometido desde antes por las insignias de identidad empleadas por el mercado para perfilar nichos y el proceder de potenciales consumidores.

Tales prácticas, que nos analizaban estadísticamente, convirtieron a las nuevas tecnologías en la cárcel de la banalidad y el chismorreo mediático. Toda la ficción espectacular fue entonces cooptada para ello. Y una de sus constantes ha sido una suerte de inédito tipo de cabildeo político-mercadológico: indagaciones cada vez más sofisticadas sobre la naturaleza de los electores-consumidores, como si se tratara de seres influenciables según la administración de sus gustos y necesidades, de ahí la repulsiva palabra influencer. Una consecuencia de ello ha sido, paradójicamente, un cierto vaciamiento de la política, o del cuerpo soberano que la ocupaba. Porque detrás de la inteligencia artificial vinculada a los procesos electivos algoritmizados, está la fabricación de quimeras a modo, de espejos que nos devuelven un deseo de representación a la carta. La democracia en el futuro muy probablemente será un asunto de avatares con un cierto grado de autonomía. Eso, si lo permitimos, claro.

De hecho, el acto de elección ciudadana comporta un encantamiento colectivo consensuado, que hoy ha tomado mayor relevancia que en ninguna otra época, si pensamos en la cantidad de personas involucradas en ello en los países democráticos y semidemocráticos. Y es que, si tal sistema funciona, eso ocurre bajo las prerrogativas de una soberanía conseguida en el acuerdo conjunto para la ascensión al poder que consagra un cuerpo que signifique a los demás. Se trata de una simbolización cuya fuerza depende, en gran medida, de un pacto y de quien es capaz de lograr anuencia grupal para encarnarlo. La disputa ha estado desde hace siglos en ese cuadrilátero, aunque hoy con nuevos dilemas a resolver.

El uso de los entornos en línea donde los usuarios dialogan cada vez más con inteligencias artificiales implica una suerte de democracia particularizada. Entramos a una plataforma en la que se nos muestran y relatan diversos ingredientes, seleccionamos los que nos parecen los más deliciosos, mientras un monigote realizado en animación 3D asiente y aplaude nuestra voluntad, luego pagamos, y ya tenemos una pizza a la puerta de casa que representa un ejercicio de placer que simula existir solo para nosotros. La apariencia primera del proceso promete entonces tal intermediación para generar decisiones a gusto de la rana, quiero decir, del elector.

Este acto sencillo podría pensarse como una evolución de la llamada tecnoburocracia, que implica el empleo de la tecnología para establecer una integración de las funciones del Estado hacia el control de las decisiones de la economía y la gestión administrativa.

Con la implementación de estas marionetas, cada vez más humanizadas, que son dispositivos de la convergencia algorítmica, se envían a la vez primeros avisos que sirven para medir su aceptación. Y, si no en un corto plazo, —pues la barrera más difícil a quebrantar es la estructura de pensamiento de nosotros, quienes los retroalimentamos— estas plataformas serán cada vez más usadas en la toma de decisiones de la ciudadanía.

James Burnham, un teórico norteamericano ligado primero a la izquierda trotskista y luego a un cierto tipo de conservadurismo gerencial, cuando hablaba de la tecnoestructura (1944), pronosticaba ya que las decisiones en el futuro serían tomadas por gestores y técnicos que monopolizarían las deliberaciones realizadas por el Estado. Otra de sus advertencias era que el capitalismo que él conocía sería sustituido por las lógicas del management [2]. Si bien aún existe un gran rechazo a tales formulaciones, en términos de política directa representativa, puede apreciarse ya su aplicación con claridad en algunos resultados que las derechas han logrado en el territorio electoral y su administración.

¿Cómo olvidar, por ejemplo, que en México las campañas de Vicente Fox o Enrique Peña Nieto fueron las de entes creados según el gusto telenovelizado de los votantes para una tutela gerencial del Estado? Ahí política y espectáculo van de la mano. Un ejemplo contemporáneo de algo similar, pero logrado con tendencias más aproximadas a la manipulación algorítmica, es el de Javier Milei en Argentina, engendro ultra fascista impresentable, cuya ascensión al poder no obstante ocurrió en una nación que ha sufrido al extremo las consecuencias del autoritarismo. ¿Cómo se logró esto?

Si fue posible que semejantes personajes accedieran a posiciones de poder, fue en gran medida gracias a la construcción de un aparato que de la manipulación de medios arribó a la operación algorítmica en las redes, ahora aglutinadas en la invisibilidad de sus genealogías y en las quimeras discursivo-visuales generadas mediante las IA. Por ello, no se puede dejar de criticar el amaestramiento al que estamos sometidos día a día cuando con nuestro pulgar repartimos, a diestra y siniestra, aprobaciones o rechazos electivos a todo tipo de necedades. Porque, tampoco ahí, ningún like es inocente.

Ilustraciones generadas en IA, e intervenidas manualmente por César Cortés Vega

MÁQUINAS A SECAS Y MÁQUINAS POÉTICAS

Pero entonces, son nuestros. Sí, eso que esas maquinarias de la electrónica reproducen, en realidad nos pertenece en un principio. Porque, si bien cada una de las reacciones que las plataformas con las que interactuamos suman una cantidad de datos aparentemente incontables, tales decisiones dependen de una producción antecedente. Es decir, de quienes las hemos trabajado. No ya, desafortunadamente, cuando firmamos los contratos en los que nos obligan a cederles nuestros derechos sobre ellas.

Pero antes, no solo en términos de su realización, sino de su genealogía comunitaria. Ya en entregas anteriores [3] he hablado del concepto general intellect, o inteligencia social general, empleado por Marx, que me parece una de las nociones cruciales en la toma de conciencia sobre la participación en los procesos productivos de los grupos humanos. Respecto a esto que digo acá, hay un conocido extracto de los llamados Grundrisse [4] denominado “Fragmento de las máquinas” (1972), en el que se nos dice:

[…] una vez inserto en el proceso de producción del capital, el medio de trabajo experimenta diversas metamorfosis, la última de las cuales es la máquina o más bien un sistema automático de maquinaria (sistema de la maquinaria; lo automático no es más que la forma más plena y adecuada de la misma, y transforma por primera vez a la maquinaria en un sistema) puesto en movimiento por un autómata, por fuerza motriz que se mueve a sí misma; este autómata se compone de muchos órganos mecánicos e intelectuales, de tal modo que los obreros mismos solo están determinados como miembros conscientes de tal sistema. (p. 218)

Acá ya entonces una parcialización, que nos hace pensar que el proceso derivado de la revolución industrial es la reelaboración de estos sistemas que de lo simple pasaron a una complejización de sus elementos, pero no a la superación de su configuración inscrita en el desarrollo de un modelo económico que las hizo avanzar en la medida de su valor de uso.

En el fondo, la disposición de las conformaciones maquínicas, con evidentes matices, por supuesto, es más o menos similar en nuestros días. Ya sea en una serie de cuerdas reguladas por poleas o en un conjunto de conexiones en un superordenador que trabaje con FLOPS [5] de información, los operadores harán parte de tal sistema con conciencia de su funcionamiento material, pero no necesariamente de su organización. Marx avanza aclarando que de ningún modo la máquina es un medio de trabajo del obrero individual.

La ciencia, que obliga a los miembros inanimados de la máquina —merced a su construcción— a operar como un autómata, conforme a un fin, no existe en la conciencia del obrero, sino que opera a través de la máquina, como poder ajeno, como poder de la máquina misma, sobre aquel. La apropiación del trabajo vivo a través del trabajo objetivado —de la fuerza o actividad valorizadora a través del valor que es para sí mismo—, implícita en el concepto del capital, está, en la producción fundada en la maquinaria, puesta como carácter del proceso de producción mismo también desde el punto de vista de sus elementos y de sus movimientos materiales. (p. 218)

Una transmutación, que a la larga se volverá fantasmagórica, en el desvanecimiento de la fábrica unitaria —el llamado posfordismo [6]—, del trabajo vivo fundado en la apropiación de un ejercicio comunitario de trabajo obrero transformado en trabajo objetivado para la mercancía en la generación del denominado capital fixe (fijo), o capital que se consume en el mismo proceso de fabricación. Esto, que puede verse más claramente reflejado en sistematizaciones mecánicas, sufre una mutación paulatina en las complejidades abigarradas de los servidores que gestionan millones de operaciones de entrada/salida por segundo (IOPS).

Uno de los problemas cruciales en ello es el tiempo operativo y su relación, ahora muy distante, con el tiempo real de vida. Pero tal falta de correspondencia con su rapidez no debería confundirnos. Porque por mucho que la velocidad de gestión de datos sea inimaginable en términos de vida humana, el trabajo subsumido en ello sigue haciendo parte de la enajenación del trabajador. Paolo Virno (2003a), un lector atento de Marx desde las preocupaciones de una época contemporánea permeada de desencanto, aclara el lugar al que el trabajador es arrojado en el saber abstracto con el cual la máquina ha sido construida:

¿Qué sostiene Marx en el “Fragmento”? […] el saber abstracto —el saber científico en primer lugar, pero no solo— tiende a volverse, en virtud precisamente de su autonomía, con relación a la producción, ni más ni menos que la principal fuerza productiva, relegando a una posición marginal al trabajo parcelizado y repetitivo. Se trata del saber objetivado en el capital fijo, que se ha encarnado (o, mejor dicho, se ha hecho de hierro) en el sistema automático de las máquinas. Marx recurre a una imagen bastante sugestiva para designar el conjunto de los conocimientos abstractos (de “paradigmas epistemológicos”, diríamos hoy), que, al mismo tiempo, constituyen el epicentro de la producción social y organizan todo el contexto de la vida: él habla de general intellect, de un “cerebro general”. (Hagamos notar de paso que es posible que esta expresión sea un eco más o menos consciente del Nous poietikos, del intelecto productivo distinto e impasible del que nos habla Aristóteles en el De anima). (p. 78)

Y elijo este extracto para enlazarlo con el problema de la poética, que también es interés de esta serie de entregas. Cuando Virno realiza la comparación del general intellect con la noción aristotélica de nous poietikos, no se trata de una elección inocente. En “Acerca del alma” —De anima— (1978) Aristóteles hace una distinción interesante entre este concepto último mencionado por Virno, que implica una razón creadora o preponderantemente activa, y el nous patetikós, una razón discursiva y pasiva. Esta diferencia me parece crucial para hacerla patente en un conocimiento general que es susceptible de ser resguardado, más allá de los procedimientos empleados para la construcción del valor.

José Manuel Redondo, por ejemplo, en un esclarecedor artículo sobre la poética (2012), explica la diferencia mencionada por Plotino en Las Eneadas, equiparando en el mismo registro que Aristóteles la inteligencia activa con la intuición directa de las formas (noésis): una “identidad entre el sujeto y el objeto” que supone autoconocimiento. A ello, Plotino le llama “la verdadera inteligencia”. A pesar del peligro metafísico que se corre cuando se habla desde la racionalidad aristotélica, y a lo cual habrá que tenerle todos los cuidados, hay algo en esa sustracción que me seduce si se le confronta con la posibilidad de una inteligencia totalizadora que se reduce tan solo a operaciones replicables.

Por mucho que la velocidad de gestión de datos sea inimaginable en términos de vida humana, el trabajo subsumido en ello sigue haciendo parte de la enajenación del trabajador.

Ilustraciones generadas en IA, e intervenidas manualmente por César Cortés Vega

EL CÁNDIDO ARTISTA

Volviendo a Virno, una de sus anotaciones sobre el carácter del general intellect es que las reflexiones de Marx en Los Grundrisse prefiguran el arribo del periodo llamado postfordista, en el que la industria se subdivide en fragmentos que diversifican la planta productiva y el conocimiento para un ensamblaje disperso. El pensamiento invade así, de manera especial, el ciclo productivo al impulsar una regulación más allá de la cohesión de la maquinaria. Para Marx, el general intellect implica luego un saber objetivado que se encarna en el sistema maquínico para la generación de capital fijo. Sin embargo, como también lo menciona Antonio Gómez Villar (2014), Virno objeta esta concepción, pues se desatiende algo fundamental en ello: el trabajo vivo, que se reincorpora también en una socialización nivelada por las relaciones a ras de piso de quienes proporcionan la fuerza que lo impulsa.

[…] habría que considerar el aspecto por el cual el intelecto general, más que encarnarse –o mejor, aferrarse– al sistema de máquinas, existe como atributo del trabajo vivo. El general intellect se presenta hoy antes que nada como comunicación, abstracción, autorreflexión de sujetos vivos. Parece lícito afirmar que, por la misma lógica del desarrollo económico, es necesario que una parte del general intellect no coagule en capital fijo, sino que se derrame en la interacción comunicativa en forma de paradigmas epistémicos, performances dialógicas, juegos lingüísticos. Dicho en otros términos, el intelecto público se identifica con la cooperación, con el actuar concertadamente del trabajo vivo, con la competencia comunicativa de los individuos. (Virno, 2003b, p. 66)

Esta reflexión vale más que el oro, porque se concentra en una posibilidad que habrá que ponderar más allá de aquello que aparentemente está —estaba ya, de hecho— echado a perder en las figuradas virtudes de todo producto y su necesidad. Por ejemplo, una obra de arte, hoy en el centro de la discusión debido a las técnicas de representación de la IA que mediante prompts —órdenes para ejecutar acciones— y ejemplos visuales concretos, pueden reproducir estilos y aplicaciones muy similares a los de las llamadas “obras maestras”. Un paso más en la reproductibilidad técnica mencionada a principios del siglo XX por Walter Benjamin.

Al respecto, recuerdo una broma del alucinante cómico español Miguel Noguera quien dice que, en el futuro, cuando arriben algo así como impresoras de IA de carácter molecular —una ideación que sale de su cabeza no tan hiperdelirante como podría parecer—, estas serán capaces de clonar cuadros indistinguibles de los originales a nivel atómico. Y, luego de decirlo, en medio de su llamado “Ultrashow” [7], muestra un dibujo de una cancha de futbol a la que, junto a papel picado y rollos serpentinos, se arrojan también pinturas originales de Las Meninas de Velázquez, a lo cual agrega que, a la par de ello, se servirán los tragos en una reunión sobre pintura universal con el mismo valor técnico que cualquier cuadro de museo.

¿Pesimismo? Usemos una lupa que intente no ser conservadora. ¿Qué querríamos resguardar de Las Meninas, por ejemplo? ¿La técnica como muestra de virtuosismo o ciertos acontecimientos contextuales que hicieron de su arribo un aprendizaje humano particular para otras realidades? Elegir lo primero implica el peligro de la convencionalidad continuista, porque sin explicar lo segundo se tiende fácilmente a la fetichización del resultado, más allá de su entendimiento. Y aunque parecería una postura sencillamente moderada, implica mucho más que eso, pues apuntala la noción de sistema dado, de realidad como dictado cuasi-divino, y de una subdivisión de poderes que entronizan al creador como trascendente, por encima de todo el aparato social necesario para hacerlo posible.

La visibilidad del “bien” implica el ocultamiento del “mal” disfrazándolo de malestar. Esa es la razón del moralista. Porque intuición intelectiva kantiana, que supone la “pureza” de aquello que se filtra de la percepción, es imposible sin ideología. Aceptar esto no implica una gran diferencia, salvo en la declaración del lado de la historia en la que se está. Y es que, a mí, por ejemplo, me daría igual si Las Meninas fuesen una y un millón de veces reproducidas, pues el problema no puede saldarse ahí. Lo que acaso dolería es que, en ese o en cualquier otro producto de la cultura, se pierde una forma difícilmente distinguible si se le parcela tan solo individualmente. Más allá de eso, una creación realizada por una cultura supone el resumen de una inteligencia conseguida en la imbricación de valores diversos, aunque comunes, que se disgregan en nuevas operaciones complejas.

Perder la pintura, o todo aquello que es “pintable”, como concepto general, —ojo: general— sería, eso sí, como perder una lengua: la capacidad de forjar colectivamente, según una integración dinámica de fuerzas y conocimientos logrados en la interacción social, una poiesis que no puede de ningún modo ser creada de manera particular. Eso no es lo mismo que perder un puñado de pinturas.

Un cándido artista —como aquel personaje llamado así por Voltaire en la novela que lleva justo ese nombre: Cándido— se detendría en los nombres, en la Historia del Arte, en la reivindicación de unos maestros viejos u otros nuevos, pero no en la complejidad de sus contextos, en aquello que dicen más allá de nuestro deseo. Cándido por partida doble, entonces, en la medida de una fetichización de las figuras antecedentes que fijen la genealogía para el poder, pretendiendo que el asunto depende de decretar su inalterabilidad, y a la vez debido a que de ese mismo modo fetichiza también la crítica al demonizar tardíamente lo que ya estaba condenado por una ligereza conservadora que hizo posible la exaltación de unos ciertos valores aparentemente encarnados en la creación de supuestos “genios” por sobre otros hombres de conocimiento de otras culturas, olvidando entonces que eso fue construido de modo común según contextos configurados por acontecimientos específicos.

Es decir: en lugar de rendirse al tiempo y sus posibilidades abiertas para la poiesis —que por supuesto puede ser interpretada—, venerar un fragmento en el espacio, que cancele a los demás. Por eso, aunque aquellos luditas del siglo XIX, quienes destruyeron las máquinas recién llegadas a las fábricas, me siguen pareciendo poéticamente necesarios, es claro que no es tan fácil oponerse a la evolución de los acontecimientos rompiendo telares o inteligencias artificiales, ya sea con posturas de fingida rebeldía o con revueltas parciales y coloridas.

Lo que sí es posible hacer, no de modo sencillo, por supuesto, es apropiarnos de ellas políticamente, hacerlas nuestras, comprendiendo cómo están configuradas, para blindarlas de la fijación de conceptos simplistas y caducos. Si bien algo así parecería lejano, sobre todo si una generalidad no accede a tales recursos, el espacio de posibilidad implica la difusión del conocimiento del proceso. ¿Máquinas poéticas?, o, si se quiere, máquinas contrahegemónicas que revisen las otras realidades, o aquellas que han sido robadas. Tal cosa, sin embargo, es inconcebible si en el ciclo de producción y trabajo no se accede a un uso de la subjetividad más allá de lo útil para la industria. Para ello la normalidad siempre estará de más, pues es ahí que se nombra la inalterabilidad del movimiento, la necesidad de espera, mientras el calorcito sube.

 

SALTA DE NUEVO LA RANA

La cita de Antonin Artaud al principio de este texto tiene un sentido no positivo. ¿Puede, pues, la rana saltar a pesar de que la temperatura en la olla se eleve muy poco a poco? Por supuesto que sí. Sin embargo, tal reacción no es pasiva, en aquella clasificación aristotélica de la nous patetikós. No es, pues, de ninguna manera racional, si eso lo entendemos como razón productiva. Para ello, no basta con sentir que el cuerpo comienza a arder. Es necesaria la creación no objetivada en ese proceso.

Crear “espacios de vida” más allá de un uso preconcebido, como lo sugiere Artaud, implica un salto impulsado con algo más que un valor fijo, algo que rehúya al mero nombramiento. ¿Intuición, como la de aquel poetikós? Podemos llamarlo así, pero habrá otros nombres, dado que no se trata de un absoluto metafísico sin ideología. Sobrante de vida, quizá, experiencia no retribuible, tiempo recuperado, amor loco para el cual no se requiere tributo, o acaso no uno que olvide una repartición del tiempo entre los otros como ofrenda de vida.

Lo anterior está en el registro de una pregunta que el mismo Virno (2003b) realiza al hablar de la reducción que el capitalismo hace de la cooperación cuando se refiere a una comunidad creada en los términos de mera vida productiva dentro de la repartición de tareas:

La pregunta crucial sería: ¿es posible separar lo que hoy está unido: es decir, el Intelecto el general intellect— y el Trabajo asalariado, y unir lo que está separado: es decir, el Intelecto y la Acción política? ¿Es posible pasar de la “antigua alianza” Intelecto/Trabajo a una “nueva alianza” Intelecto/Acción política? (p. 70)

En las condiciones actuales, estremece imaginar que, en la inversión aplicada al trabajo invisibilizado en las IA, esta referencia a la acción política implicaría la negación del territorio ofertado como totalidad, porque parecería que nos quedamos en el vacío. Pero ese espacio que sus voceros conservadores quieren hacernos creer como el único, es tan solo parcial. A nosotros nos corresponde generar una contra-información que revele que, más allá de la olla, está también la vida.

 

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NOTAS

[1] “Mark Zuckerberg, CEO y Fundador de Meta, habla de Meta AI, su modelo de Inteligencia Artificial más avanzado que integrará Llama 3.1 a sus aplicaciones como Facebook, Instagram y WhatsApp.” Publicado el 24 jul 2024 por Revista InformaBTL Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=zbZ5zj2dtSE

[2] En español, gestión, en este caso, administrativa.

[3] “La poética es multidimensional” en https://revistaquiote.mx/?p=58 y “Trabajo artístico e inteligencia social colectiva” en https://revistaquiote.mx/?p=1017

[4] Literalmente la voz alemana grundrisse quiere decir en español borradores.

[5] El término FLOPS viene del inglés —floating point operations per second, que se traduce como “operaciones de coma flotante por segundo”— con el que se designan operaciones científicas realizadas por las computadoras. Se trata de una manera de medir su rendimiento cuando se refiere a cálculos realizados con operaciones llamadas de coma flotante.

[6] El posfordismo es una etapa posterior al fordismo en el que la planta de montaje de una fábrica se encontraba en una sola ubicación y en la que el proceso productivo se realizaba de manera serializada. Por el contrario, el posfordismo implica, justamente, la implementación de nuevas tecnologías informativas, así como una concentración en las características de consumidores específicos, a diferencia de una estratificación por clases de los compradores. También se singulariza por la burocratización de los trabajadores en diversas funciones de gestión.

[7] En “Miguel Noguera – Ultrashow | Tracking Bilbao 9 (2021). Subido el 16 nov 2022 por Tracking Bilbao. Disponible en: https://youtu.be/y6Rqsy6mcpw?si=UowXpcWJEgACzQJn&t=1664

REFERENCIAS

Burnham, J. (1944). The managerial revolution or what is happening in the world now.: Putnam and company.

Gómez Villar, A. (2014). Paolo Virno, lector de Marx: General Intellect, biopolítica y éxodo en ISEGORÍA. Revista de Filosofía Moral y Política 50(17): 305-318. doi: 10.3989/isegoria.2014.050.17

Marx, K. (1972). Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858. (vol. 2). Siglo XXI. Trad. Pedro Scaron.

Redondo, J. M. (2012). “Nóesis, nous poietikós, póiesis, poesía. Acercamiento, desde la intuición creativa en Plotino, a algunos aspectos del pensamiento poético moderno (Blake, Shelley, el surrealismo, Heidegger y Paz)” en Anuario de Filosofía, 1. En https://www.revistas.unam.mx/index.php/afil/article/view/31437

Virno, Paolo (2003a). Virtuosismo y revolución. La acción política en la época del desencanto. (trad. R. Sánchez Cedillo.; H. Romero, D. Gómez Hernández). Traficantes de sueños.

Virno, Paolo (2003b). Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporánea. (trad. A. Gómez, J. Domingo, M. Santucho). Traficantes de sueños.