#SHOW BLITZKRIEG | CÉSAR CORTÉS VEGA |
No es posible hablar de algo así como un conservadurismo uniforme, que opere desde los mismos objetivos, con la imprecisa intención de parasitar cualquier brote de pensamiento crítico. Eso no solo es ingenuo debido a que abusa de las reservas de precaución que toda credibilidad necesita para mantener sus venas destapadas, sino además porque descuida que el mal radica también en el ojo de quien lo observa. Sin embargo, sí es posible rastrear ciertas constantes históricas en una práctica que gana zonas de un territorio que parecía haber comenzado a perder ya. Si tales tendencias permiten una primera clasificación entre la historia de las derechas inglesas, alemanas, francesas, o de las más modernas, etiquetadas como neocons que se han desarrollado principalmente en Japón o República Checa, es posible también realizar una subdivisión según sus propensiones clave, como en los casos donde el apoyo del pensamiento religioso se acentúa, o incluso atendiendo a otros conservadurismos de tendencia social o nacionalista. Según lo anterior, también se podrían clasificar de acuerdo con sus gradaciones, desde las líneas más moderadas o liberales, hasta las extremas y reaccionarias.
De cualquier modo, y sin tomar necesariamente en cuenta clasificaciones así de puntuales, una somera reunión de datos tomados de diversas fuentes señalará el regreso de un tradicionalismo disfrazado de modernidad y de un cretinismo de derechas maquillado de avanzada cultural. Siempre estuvieron ahí, claro, no sólo con sus peroratas acerca de la familia, su estructura parental, la sexualidad y la contingencia de la adaptabilidad sumisa de los subalternos, sino también, y de manera más general, con su deber ser paranoico. Y es que hoy, quizá la naturaleza de su fuerza se halle en la configuración de un micropoder que sugiere una velocidad de adaptación que es importante precisar. Su resistencia en el tiempo señala que ha recibido apoyo de grandes masas poblacionales que buscan el mejoramiento parcializado de sus condiciones de vida, más allá de las consecuencias políticas derivadas a largo plazo de ello.
Quizá, para comenzar en la búsqueda de las razones por las cuales esto ha sido posible, baste levantar la cabeza empíricamente y poner atención: moralistas por todos lados, dictando el orden de sus sensaciones y necedades heredadas del sentido común, como si se tratara de las tablas de una ley individual potenciada por la falta de perspectiva en una conformación de las subjetividades que apuesta todo por la estabilidad del yo. La conciencia ensimismada, observándose por horas en el espejo de los selfies de grandeza y toda su maquinaria espectacular que la hizo posible. Bajo las ideas de creatividad y originalidad, todo parece asequible, siempre y cuando se adapte a una inclusión sin contradicciones aparentes. Nada nuevo hay en decir entonces que, de una o varias maneras, muchas de las asimilaciones más usuales contribuyen, sin necesariamente desearlo, a incrementar una brutalidad universal que, paradójicamente, nos mantiene cada vez más alejados de los supuestos ideales que pretendemos con nuestra presencia en el espacio político de la participación. Es, pues, la vida cotidiana y concreta la que señala los despropósitos. O, valga decir, las contradicciones.
En el territorio de estas vertientes de avinagrado pensamiento, se aspira a la pulcritud de discursos culturales, bien delimitados dentro de su perímetro, celebrando el arribo de la formalidad y el orden, así como una inocencia de corte clasicista, con las mismas poses con las que las sociedades de padres de familia condenaban en otras épocas el uso del condón. Los proyectos culturales deberían responder a esta lógica, aquel ideal de belleza y naturalidad proverbiales que la mayoría pueda consumir, como todo producto de mercado que no meta en problemas conceptuales ni enigmas rocambolescos a nadie. Se trata de objetos que acompañan el transcurso de una realidad ya construida, asimilada como la predominante, o divertimentos trágicos de la forma, que incluso alegorizan las condiciones del fracaso humano, pero que no problematizan acerca de los límites del lenguaje con el cual han sido nombradas. Aquel romanticismo fallido se gesta precisamente ahí: su semilla se encuentra donde la doble moral opera, gracias a que no se hace notar sino como pensamiento neutral, o peor aún, ilustrado. Y los ánimos de heroicidad tradicional suponen que lo ahí contenido aguarda a ser poetizado y rescatado de los territorios de su natural oscuridad. El miedo a indagar acerca de qué está hecha tal cosa hace que su médula sea silenciada y sustituida por simplezas salvadoras de la forma, del respeto a las disciplinas y limpieza de los campos culturales. Entonces se nos cuenta la historia, de nuevo, de las figuras trascendentales que, en efecto, se zambulleron para encontrar el grial en la cueva. El mito es vuelto a contar, y el dislate prevalece.
Pero, vamos a ver: desde esta perspectiva, la contrariedad deberá fluir en el cuerpo de todo aquel que se entere de un engaño semejante, como energía capaz de sacudir el orden de las circunstancias. Si bien un énfasis existencial así rara vez puede dar resultados inmediatos, al menos mostraría un punto de partida voluntarioso que prepare la guerra en las condiciones de una paz sostenida precariamente (que ya los latinos veían sospechosa: “si vis pacem, para bellum”: “si ves paz, prepara la guerra”). Por eso toda política es intercambio de posturas; una red compleja de interpretaciones que equilibran el plano de la existencia, como si se tratase de un campo de batalla equivalente a un juego representativo de la contienda que nos mantiene a todos aquí: si estamos vivos es gracias a que seguramente algún antepasado aniquiló por lo menos a otro ser humano que no pudo perpetuar su genealogía. Y aquello, basado en ideas. Ese es el comienzo del juego de las representaciones: espacio en el que unos trazos se borran, son interrumpidos por otros, para que luego aquellos vuelvan a aparecer cuando ya se imaginaban perdidos. Toda batalla dibujada, incluso sobre los mapas de cuadernos escolares, ya lo prefigura. Y por eso quien domina lo hace gracias a que administra bien la sospecha que es capaz de provocar en aquel que comienza a entender de qué está hecho este valle de desigualdades.
Entonces, acá subo un primer escalón especulativo, para hablar de esta entrega inicial y del desarrollo de las intervenciones en “Show Blitzkrieg!”: el territorio en el que esto pasa con mayor ingenio, con creciente desenfado, es el de la creación artística. También con peligro. El nombre alude, entonces, a la llamada guerra relámpago o Blitzkrieg: táctica militar que consistía en bombardeos sorpresa y un ataque terrestre inmediato. Implicó el cambio entre una ofensiva de avance paulatino, en la cual el campo de batalla era tratado como un asunto de táctica y cálculo, y los métodos más fogosos de penetración y reacción que no se concentraban en la compleja elaboración del medio para lograr un fin, sino en el fin como justificante de los medios. Aunque tampoco habrá que olvidar aquella canción de los Ramones, “Blitzkrieg Bop”, que fue el primer impulso que me llevó a publicar otras tantas colaboraciones en un espacio digital ya desaparecido hace algunos años. La posición general puede esclarecerse con lo que comparte Marky Ramone, en su libro “Punk Rock Blitzkrieg” [1]: “Dee Dee [2] odiaba a los nazis […] pero los neonazis, como cualquier otro grupo de tarados radicales, creen lo que quieren creer.” Ahí el horizonte enemigo.
Pienso, para comenzar, en los términos de la confrontación mimética, como la define René Girard [3]: el deseo de parecerse al otro y, en consecuencia, de poseer lo que tiene. La violencia, dice, se origina a partir de esa discrepancia entre similares:
Todas las grandes ideas estéticas son del mismo tipo, estricta y obsesivamente imitativas. […] La voluntad de originalidad sólo consigue unas muecas insignificantes. No debemos renunciar a la noción de mímesis; hay que ampliarla a las dimensiones del deseo o tal vez hay que ampliar el deseo a las dimensiones de lo mimético. Separando mímesis de deseo, la filosofía ha mutilado a ambos y nosotros permanecemos prisioneros de esta mutilación que perpetúa todas las falsas divisiones de la cultura moderna, entre lo que depende de la estética, por ejemplo, y lo que no depende de ella, entre lo que depende del mito y lo que depende de la historia. (pp. 182-183).
Así, el trabajo artístico opera en buena medida como un modelo discursivo a escala de esta rivalidad mutilada que se aísla del resto, exceso de la forma, obsesión que particulariza una réplica del original y que se convierte luego en obstáculo, en un contra-modelo que recompone los términos de la confrontación. Y las categorías específicas, desde el orden más esquemático, pasando por la retórica, hasta ideales de mayor subjetividad como la belleza o el gusto, son las finas navajas de una danza múltiple para la configuración del campo y sus batallas.
Imagen creada con inteligencia artificial a partir de collages realizados por César Cortés Vega.
El llamado capitalismo cultural nos ha acercado así a un saber mercantilizado que ha puesto en entredicho el sistema artístico, por su énfasis en el valor de mercado en lugar de su valor primordial como evolución de las economías sensibles que contribuyen al ejercicio de la inteligencia colectiva. Theodor Adorno y Max Horkheimer sostienen, justamente, que el control de las sociedades opera según la regulación de la llamada cultura de masas [4]. Sin embargo, una de las constantes de mayor complejidad es la homogeneización del pensamiento que restringe la diversidad. En consecuencia, una defensa que se ajusta adecuadamente a los movimientos de la flexibilidad neoliberal implica que la comercialización de la cultura permite una mayor accesibilidad y difusión de las artes, lo que significa que cualquier idea propagada será meritoria. Por supuesto, detrás de tales argumentos, se oculta el deseo de centralización del poder de representación, tanto político como económico.
Visto desde la teoría del valor-trabajo, habrá que recordar que son los dueños de los medios de producción de bienes y servicios (fábricas, empresas, corporaciones, etc.) quienes se benefician de la estatización de los valores culturales, convirtiendo al ciudadano de manera velada en un consumidor perpetuo. Pero eso, claro, no es todo. En sus célebres Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, [5] Karl Marx acuñó el concepto de general intellect (“inteligencia social colectiva”), refiriéndose al conocimiento acumulado de saberes y técnicas. Se trata de una forma general que se convierte en fuerza para la producción en el trabajo social global y, por ende, también en la generación de valor en el capitalismo. Implica, entonces, la equivalencia entre abstracciones mentales, que son compartidas por todos, y abstracciones reales, aplicables en la producción, que son materializadas en bienes y servicios. Y aquí lo que deseo subrayar, para seguir conversándolo en entregas subsecuentes: el concepto de general intellect está relacionado con el avance del capitalismo (y, acaso, también con su supresión como modelo hegemónico), en la medida en que todo conocimiento e inteligencia colectiva modifican la organización de las fuerzas necesarias para la producción, incluidas las del trabajo artístico. Esto es crucial, pues nos permite acercarnos a otra noción: la de capitalismo cognitivo.
Carlo Vercellone [6], uno de los precursores de este concepto, afirma que el desarrollo histórico de los saberes y su difusión ha seguido un proceso en el cual el general intellect ha puesto el conocimiento en las mentes de los productores, y que esto se aprovecha de una fuerza directa, es decir, en tiempo de trabajo gastado por los trabajadores en el proceso de fabricación. En este sentido, el capitalismo cognitivo tiende a la centralización del conocimiento y, entonces, hacia la direccionalidad del capitalista con miras a la innovación tecnológica. Su sentido es el aprovechamiento del tiempo de manufactura de un producto o servicio, como nuevo tipo de trabajo enclavado directamente en lo social. En reducidas cuentas: la construcción de maquinaria y la profesionalización de sus programadores, lo cual diversifica la realidad objetiva del trabajo en una infinidad de procesos productivos.
De este modo, en el capitalismo del valor-saber, de la relación entre el capital y el trabajo, surgen dos conflictos previsibles. Debido a que los dueños de la riqueza pretenden un desvanecimiento de los límites tradicionales entre la esfera de la reproducción (que conlleva el empleo de máquinas y materiales para la seriación de operaciones en la fábrica), y la de la producción directa (que implica la fuerza de trabajo ocupada en procesos inmediatos en la elaboración industrial de los productos), se presenta un primer problema: la explotación del trabajador se extiende sobre el conjunto de la jornada social. Por otro lado, y debido a lo anterior, surge la tentativa de mantener en operación la ley del valor-tiempo de trabajo directo, en un contexto en el que se reduzcan las jornadas de realización, gracias a que la inteligencia social colectiva está incorporada a métodos diversificados de operación en la maquinaria de producción y otras vías, lo cual entraña el control de tales fuerzas colectivas en la precarización de las jornadas laborales. Esto conduce a la desocupación y a la desvalorización de la fuerza de trabajo, en tanto se categoriza y limita su función, sin tomar en cuenta el tipo de saberes necesarios y colectivos incorporados a ello, dado que ya se han trasladado a la máquina tecnologizada.
Atendiendo a lo anterior, Franco Berardi “Bifo” [7] argumenta que el general intellect es una fuerza ambigua que está a debate, en la medida en que se vuelva consciente y pueda desmantelar la configuración del ideal capitalista y la administración del conocimiento:
El horizonte de nuestra época está marcado por un dilema: en uno de los escenarios, el general intellect se despliega y evoluciona conforme a la línea paradigmática que le indica el código semiocapitalista. En un segundo escenario, el general intellect se combina dentro de una forma acorde a un principio de autonomía y de conocimiento útil y no-dogmático. (p. 17).
En este sentido, Bifo agrega (p. 229) que la autonomía del conocimiento es uno de los pendientes más importantes de la época, pues se trata de un camino crucial para la resistencia frente a la voracidad de las corporaciones que operan internacionalmente. Es lo que él llama, nuestro “horizonte de posibilidad”.
Entonces, ya está planteada la premisa: en este espacio, además de literalizar el problema al repasar temas que hayan sido originados en conflictos de intereses supuestamente artísticos, o de contrapuntearlos con situaciones relacionadas con la cuestión del tiempo y el trabajo artístico (literatura, música, artes visuales, danza, cine, etc.) visto como saberes colectivos, hablaré también de una lucha general por la hegemonía entre arte como saber común, y arte como mercado.
La intención está puesta en dialogar sobre la resistencia posible, haciendo énfasis en las características de las nuevas mímesis vinculadas al valor-trabajo artístico, que no pongan en manos de la industria y el mercado saberes (técnicas, sensibilidades, apreciaciones, etc.) que convendría que fueran resguardados por sus dueños legítimos —es decir, los trabajadores culturales que los hemos desarrollado—, más allá de los dividendos que puedan prometer. O, al menos, idear posibilidades para blindarlos ante un uso indiscriminado en tales contextos. La llamada inteligencia artificial está justo en ese registro al acumular mediante las redes todo ese conocimiento para emplearlo en los nuevos creadores automatizados de contenido. Y un horizonte de posibilidad o una mímesis deseable ante ello, es el reconocimiento del trabajo artístico como bien común para la mejora de las condiciones tanto materiales como sensibles de la vida en colectividad.
EPÍLOGO: ANÉCDOTA PARA SONDEAR EL ESPACIO DE CONFLICTO
Alguna vez, en un viaje por Sudamérica, discutí cordialmente con un tipo de clara tendencia conservadora. Yo le hablaba de las confrontaciones que en Latinoamérica habían prometido en una inicio una avanzada cultural, y de cómo la represión y el miedo ayudaron a que todo eso terminara por entrar en un largo atolladero. Él, por supuesto, justificaba la coerción y el sometimiento con un argumento similar al de ceteris paribus —igualdad de condiciones— usado en el ajedrez, como si fuera aplicable a la guerra real. No había convicción o justicia histórica en los argumentos de su enemigo de izquierdas, por mucho que estuvieran explicados en sendos tratados. La guerra era la guerra, y solo podían tener cabida los fundamentos que la hacían honorable desde la valentía o magnificencia de la defensa patriótica. ¡Pfff! Los miles de muertos eran otra cosa: peccata minuta.
Imagen creada con inteligencia artificial a partir de collages realizados por César Cortés Vega.
Claro: un planteamiento así se cae cuando se sostiene frente a quien no pertenece al mismo bando. Mi contraargumento derivó entonces hacia las condiciones de vida de la población, la economía y sus contradicciones, al cambio de paradigma de clases, y cosas por el estilo. Sin embargo, desde su inconsciencia, mi interlocutor mostraba la naturaleza del conflicto real. Finalmente, cuando Netanyahu —actual primer ministro de Israel—, ha hablado del derecho de los judíos sobre los territorios palestinos, o la infeliz escritora de derechas estadounidense Ann Coulter justificó el empleo de las mismas tácticas de guerra utilizadas en la franja de Gaza contra nuestro país allá por el 2014, lo han hecho desde una discursividad matizada por la política y los medios, que tiene sus raíces en los argumentos de exterminio mantenidos por siglos y situados en la justificación de tan solo uno de los frentes. Pero aquel señorito que los sostenía no era la dialéctica entera, sino únicamente una de las partes de la contradicción. Desde mi óptica: se trataba de un mensajero de la muerte más, que sustentaba la parcialidad de la discrepancia con antifaces de necesidad desde un insuficiente discurso, pero de forma cruenta y sin concesiones en la práctica. Su intención de diálogo no cumplía ni siquiera lo básico para serlo: en el fondo había una imposición soterrada y una descalificación empírica; también ira contenida y violencia pasiva, que era muy posible imaginar como activa si las condiciones para ello le hubiesen sido propicias. Tendencias como esa implican, pues, lo no argumentativo y la ausencia de revisión de los atributos de la contienda histórica que, sin atención suficiente, derivarán no solo en situaciones aún menos llevaderas, sino que permitirán el perfeccionamiento de técnicas de dominio para la apropiación violenta de la subjetividad y los saberes de los desposeídos.
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NOTAS / REFERENCIAS
1. Ramone, Marky y Hershlag, Rich. (2015). Punk Rock Blitzkrieg. Barcelona: Editorial Cúpula.
2. Se refiere a Dee Dee Ramone, seudónimo de Douglas Glenn Colvin, cofundador, bajista y compositor de los Ramones.
3. Girard, René. (1982). El chivo expiatorio. Barcelona: Editorial Anagrama, pp. 182-183.
4. Adorno, T. W. y Horkheimer, M. (2000). Dialéctica de la ilustración: fragmentos filosóficos. Madrid, España: Editorial Trotta.
5. Marx, Karl. (2007). Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858. Volumen I. México: Siglo XXI Editores.
6. Vercellone, Carlo. (2011) Capitalismo cognitivo: Renta, saber y valor en la época posfordista. Buenos Aires: Prometeo Libras, 2011.
7. Berardi, Franco. (2019). Futurabilidad. La era de la impotencia y el horizonte de la posibilidad. Buenos Aires: Caja Negra.