#SHOW BLITZKRIEG | CÉSAR CORTÉS VEGA |
INTRODUCCIÓN
Ahhh, no se crean: por supuesto que hay gente a la que pueda no gustarle la poesía, no necesariamente partidaria del Duce. La cosa se enfila hacia otro lado: los fachos como primer objetivo del vilipendio. Y aquellos que, no siéndolo, ya sea porque no responden al pie de la letra sus constantes históricas o debido a que son una versión más moderada de posiciones exacerbadas de nacionalismo a ultranza y sentimiento trágico del territorio (además de otras linduras), responden de cualquier manera a muchos impulsos autoritarios. Luego, también, un cierto rechazo de un objetivismo que, no siendo necesariamente de derechas, no considere que la superestructura, es decir, las ideologías que ordenan las motivaciones para que un cierto aparato productivo se ponga en marcha, motiva los haceres de sectores humanos enteros. Por eso, entonces, hablamos de lo poético como punto de quiebre del lenguaje instrumentalizado y meramente productivista. Esa acá la intención.
Si nos atenemos a su definición canónica, lo poético aparece, según Aristóteles [1], debido a que los humanos imitamos lo real, intentando una determinada armonía y orden. El lenguaje entonces, en este caso, está al servicio de la mímesis, la cual obedecería, ojo, según una concepción elaborada en el siglo IV antes de nuestra era, a una explícita conformación y medición del mundo.
Pero, por supuesto, esto es un comienzo, y de ningún modo nuestro fin. Ya hablaré más abajo de otras maneras de concebir lo poético. Porque, si bien esta noción fue acuñada en aquel contexto, eso no quiere decir que no existan momentos diversos que, no teniendo tales principios fijos, producen (en sentido estricto de productus como lo logrado, lo que ha sido llevado a cabo) correlaciones miméticas de otro tipo con el mundo. Sin embargo, ¿qué hay, partiendo de ello, sobre el tema de esta serie de entregas vinculadas al arte, en su relación tiempo-trabajo productivo? Acá intento explicarlo.
[…] «no se puede hablar del concepto de trabajo sin revisar las ideas de lo que históricamente éste está dado a producir, partiendo de una administración del pensamiento que varía según diferencias temporales y materiales, en la medida del conocimiento que le sea retenido en la industria al trabajador asalariado, o el que sea rechazado y obligado a desaparecer, u orillado a ser mantenido en la obscuridad.»
LA ESTRUCTURA Y LA SUPERESTRUCTURA
En la entrega anterior [2] hablaba de un objetivo clave: una diferenciación entre el arte como saber común y el arte como producto de mercado. Mencionaba también, a muy grandes rasgos, que el llamado General Intellect (un concepto que puede traducirse como inteligencia social colectiva) implica un conocimiento creado por los trabajadores y vertido en la evolución de la maquinaria productiva como saber acumulado. Dicho esto, debo declarar que las intenciones para ello llevaban jiribilla, pues todo quiere enfilar a la revisión de los circuitos artísticos y su incorporación en el proceso productivo.
Una pregunta derivada, compleja y no de fácil resolución, es: ¿es el arte un trabajo, en el sentido estricto? Si nos atenemos al lugar común, pues claro que todo aquello que para ser elaborado requiera de una fuerza aplicada en un tiempo determinado y cuyo cometido es generar valor, puede considerarse un trabajo; sin embargo, me interesa observar esa primera diferencia entre el saber como algo público o como sistema de intercambio de mercado, para sugerir otras posibilidades de interpretación no necesariamente excluyentes.
Lo que todo trabajador genera como conocimiento para elaborar algún tipo de producto, ha sido realizado en un ejercicio que está basado en la gestión de lo diverso. Tal diversidad traspasa una categorización simple, pues, a la vez que puede hablarse de que algo es producido “necesariamente”, de manera imprescindible o, incluso, vital, en términos primarios como valor de uso (comida, resguardo, etc.), tal cosa no puede aislarse de su contexto implicado en un conjunto de creencias.
El mercado y la fetichización de la mercancía es una de ellas, implicadas en la generación de valor de cambio. Y esto, que ocurre de manera compleja y contradictoria, es lo que reacondiciona y transforma un cierto tipo de diversidad primigenia, en tanto los requerimientos culturales siempre han estado basados en sistemas de ideas multidimensionales; la evolución de todo organismo sería imposible sin ello.
Es el conocimiento gestionado de lo común, lo que, finalmente, complejiza la operación de un determinado sistema productivo. Y, tanto eso que en el ejercicio de su labor ha aprendido un trabajador dentro de ese proceso para operar en la generación de valor y llevar a cabo su parte en la producción, como los conocimientos previos que la propia colectividad a la que pertenece le han imbuido, generan un comportamiento [3] operativo y ajustado para la administración de su tiempo de vida. Esta perspectiva implica, pues, una unidad difícilmente disociable entre lo que Marx llamó la estructura y la superestructura.
La primera se refiere a la base material y sus arreglos económicos en bruto, que se determinan en las relaciones generadas en la industria y la producción, los sistemas de trabajo y de repartición de la riqueza. Sin embargo, tales cosas no pueden darse por sí mismas sin una concepción previa sobre lo que la vida es y sus relaciones complejas (dialécticas) de necesidad.
La superestructura es eso: la conformación de un ideario general y su administración por instituciones y, de manera más amplia, la conciencia que se configura según unas determinadas relaciones de producción. Eso implica, luego, que la estructura y la superestructura sean interdependientes. Entonces, no se puede hablar del concepto de trabajo sin revisar las ideas de lo que históricamente éste está dado a producir, partiendo de una administración del pensamiento que varía según diferencias temporales y materiales, en la medida del conocimiento que le sea retenido en la industria al trabajador asalariado, o el que sea rechazado y obligado a desaparecer, u orillado a ser mantenido en la obscuridad.
En el célebre libro de Engels llamado El papel del trabajo en la transformación del mono al hombre [4] se dice:
[El trabajo] es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre. (…) Primero el trabajo, luego y con él la palabra articulada, fueron los dos estímulos principales bajo cuya influencia el cerebro del mono se fue transformando gradualmente en cerebro humano (…) Y a medida que se desarrollaba el cerebro, desarrollábanse también sus instrumentos más inmediatos: los órganos de los sentidos [ …] (p. 5).
Y continúa:
El desarrollo del cerebro y de los sentidos a su servicio, la creciente claridad de conciencia, la capacidad de abstracción y de discurso, cada vez mayores, reaccionaron a su vez sobre el trabajo y la palabra, estimulando más y más su desa- rrollo y cuando el hombre se separa definitivamente del mono, este desarrollo no cesa ni mucho menos (…) avanzando en su conjunto a grandes pasos, considerablemente impulsado y, a la vez, orientado en un sentido más preciso por un nuevo elemento que surge con la aparición del hombre acabado: la sociedad (p. 9).
Esta es, desde mi punto de vista, una alusión que puede encaminarse sin aturdimiento a la noción de superestructura: la configuración de una sociedad en su conjunto según un cierto discurso, una capacidad de abstracción, una conciencia. Un ejemplo claro de esto es que, si nos atuviéramos a la mera necesidad de protección de la intemperie, sin considerar otros factores, una casa siempre sería igual a otras, independientemente de las culturas que la produjeran. Pero esto no es así, las viviendas tienen distintas maneras de ser concebidas, no solo desde el punto de vista de la decoración exterior o interior, sino pensando en que en su elaboración se agregan nuevas necesidades derivadas, pero no iguales de las primarias.
Una puerta más o menos pequeña, una estancia para el descanso, ciertos espacios para un tipo de producción culinaria en la que se usan tales o cuales herramientas, etcétera. Eso es lo que genera una diferenciación: la idea que germina en colectividad de lo que “debe” hacerse dentro de una morada. Entonces, dicho de manera más abstracta, no hay intercambio de bienes en el proceso productivo empujado por el trabajo sin ideas antecedentes de la organización de las redes sociales que las desean o rechazan. Sin un para qué, pues, que trascienda la normalización de un requerimiento inmediato y el proceso de acumulación que lo transforma.
Acá es posible un señalamiento respecto de lo que Marx, en el tomo I de El Capital [5], nombra la “producción originaria” que supone un proceso de privatización del trabajo individualizado, para convertirlo en trabajo asalariado. Para que algo así pudiera operar, era necesaria una preconcepción que, a grandes rasgos, implicaba la gestión de los medios para la producción como proyectos de vida en común, lo cual suscitaba la mutación de formas tradicionales dadas en lo agrario y en sus composiciones comunitarias.
Ni el dinero ni la mercancía son de por sí capital, como no lo son tampoco los medios de producción ni los artículos de consumo. Hay que convertirlos en capital. Y para ello han de concurrir una serie de circunstancias concretas, que pueden resumirse así: han de enfrentarse y entrar en contacto dos clases muy diversas de poseedores de mercancías; de una parte, los propietarios de dinero, medios de producción y artículos de consumo deseosos de explotar la suma de valor de su propiedad mediante la compra de fuerza ajena de trabajo; de otra parte, los obreros libres, vendedores de su propia fuerza de trabajo y, por tanto, de su trabajo. Obreros libres en el doble sentido de que no figuran directamente entre los medios de producción, como los esclavos, los siervos, etc., ni cuentan tampoco con medios de producción de su propiedad como el labrador que trabaja su propia tierra, etc.; libres y desheredados. Con esta polarización del mercado de mercancías se dan las condiciones fundamentales de la producción capitalista (p. 103).
Por ello me parece crucial el concepto de General Intellect al hablar de las artes, puesto que mucho de lo que se le suele adscribir al proceso productivo en la sociedad capitalista, en realidad no siempre tiene un correlato en el trabajo asalariado si atendemos a la libertad previa del obrero, así como a su falta de herencia más allá de su propia corporalidad que se desplaza en el espacio y gestiona su tiempo. Y esta “libertad” se la da un proceso histórico que, a la vez de haberlo alejado de formar parte de los mismos medios de producción, como lo era, por ejemplo, un siervo o un esclavo, le ha quitado sus herramientas de trabajo, a diferencia de un campesino, dueño de su parcela y arado.
Pero en todo ello hay un sobrante, no necesariamente utilizable, en esta conversión del capital en la venta de fuerza de trabajo, un resto de subjetividad (ideológica, también) que, muy por el contrario de haber desaparecido, se ha filtrado en otras formas organizativas. Es, como lo nombra Georges Bataille [6], un gasto improductivo que en las sociedades contemporáneas reaparece en muchas otras conformaciones paralelas al capitalismo, hibridadas con él, pero a la vez con cierta distancia o disrupción en muchos de sus procedimientos. Lo que estuvo, por ejemplo, ligado a lo sacrificial, a la pérdida, a aquello que no aparece justificado en la circulación de mercado (aunque éste suele apropiárselo para convertirlo en producto); ciertas mistificaciones culturales, formas modernas de intercambio y, también el arte, no siempre usado como mercancía. Lo poético, por supuesto.
«La Comuna es, así, un momento de tergiversación social»
LO POÉTICO
En realidad no estamos hablando de la poesía, sino de lo poético. Es decir, aquello que podrá, de una o varias maneras, habitar cualquier obra de arte. No sólo una idea particularizada de ello que normalmente ha sido rebajada, según algunas culturas hegemónicas, a sus propias concepciones que positivizan su trascendencia, sino a una noción abierta y multidimensional que implica diferencias e hibridaciones sucesivas.
Resulta curioso, a propósito, que muchos siglos después de Aristóteles y todo el conocimiento reunido alrededor de sus categorizaciones, es hasta 1937 que el poeta y teórico Paul Valéry, en una conferencia en el College de France [7], hablara de revalorar la poética más allá de reglas moralizantes preestablecidas y de la autoridad clásica pensándola, por el contrario, como un hacer en constante reelaboración, con cierta dimensión productiva:
Pero, lo deploremos o nos alegremos, la era de autoridad en las artes ha pasado hace bastante tiempo, y la palabra «Poética» ya sólo despierta la idea de prescripciones molestas y caducas. […] la noción tan simple de hacer es la que quería expresar. El hacer, el poiein, del que me quiero ocupar, es aquel que se acaba en alguna obra y que llegaré pronto a limitar a ese género de obras que se ha dado en llamar obras del espíritu. Son aquellas que el espíritu quiere hacerse para su propio uso, empleando para tal fin todos los medios físicos que pueden servirle. (p. 58).
Aquel “espíritu” mencionado por el poeta, hace uso de medios físicos para la realización de un acto, refiriéndose incluso al quehacer poético como una “producción”, comparando el análisis de tales conjeturas entre un creador que desee confiar en el dogma y su trascendencia, u otro que pueda tener un interés en la acción más que en la cosa hecha; un conocimiento, pues, del cómo y para qué. No me detendré más en semejantes abstracciones ahora, sino para decir solamente que Valéry, un poeta en realidad idealista, está, a pesar de todo, poniendo el dedo sobre la llaga.
Enrique Lynch, escritor argentino, tiene un interesante ensayo al respecto [8] en el que revisa estos problemas reconociendo que en Valéry hay un naufragio, un paradigma de la tradición de la literatura europea que yo interpreto como la reflexión sobre la labor general del que busca significados poéticos, colocando al creador en los términos de un productor, y no como un ente separado de las necesidades de los “comunes”.
Respecto a lo anterior, agregaré solamente algunas consideraciones del libro de Kristin Ross El surgimiento del espacio social. Rimbaud y la Comuna de París [9] que me parecen oportunas para esbozar este problema, vinculadas al reconocimiento de los discursos otros, con ciertas similitudes con la lectura valeriana, pero hacia un hacer que, entonces, permite que, o el dogma sea reproducido o sea criticado por aquellos que no participan de sus secretos mistificados:
Si los obreros son aquellos a quienes no se les permite transformar el espacio/tiempo que se les ha asignado, la lección de la Comuna tal vez sea el reconocimiento de que la revolución no consiste en cambiar la forma jurídica que asigna el espacio/tiempo (por ejemplo, permitir que un partido se reapropie de la organización burocrática) sino, por el contrario, en transformar por completo la naturaleza del espacio/tiempo. Es aquí donde el «transformar el mundo» de Marx y el «changer la vie» de Rimbaud se convierten, como proclamaban los surrealistas, en el mismo eslogan. La existencia operativa de la Comuna constituyó una pronunciada crítica contra la distribución geográfica por la cual se instalan las diversas formas de poder socioeconómico: la descomposición de un lugar o lugares privilegiados a favor de un intercambio permanente entre distintos lugares […] (p. 69).
Porque, respecto a lo anterior, Ross sostiene que la poética rimbaudiana, implicada íntimamente con los sucesos ocurridos en París entre los días del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871, en los que se instauró un gobierno popular que tomó las calles, se desmarca de un platonismo cavernario, para explorar el mundo en lo diverso desde una videncia [10] no alejada de los problemas de la producción. Y su pasaporte es el asalto al elitismo parnasiano, cuyo aislacionismo estético, desvinculado de las problemáticas laborales y de la institución reguladora del Estado, vive separada de un resto poblacional no iniciado.
La Comuna es, así, un momento de tergiversación social, que, si bien hace política espontánea tan criticada posteriormente por Lenin y en general por un pensamiento restrictivo y de un ordenamiento constituido y disciplinado, permite la posibilidad real de recomponer el conjunto organizado de las identidades y sujeciones sociales vinculadas a su labor asignada.
Esto, hay que agregar, fue asumido posteriormente por sectores disidentes del marxismo ortodoxo: situacionistas, como Guy Debord o Raoul Vaneigem; movimientos autonomistas, como Franco Berardi (Bifo) o Antoni Negri; o el llamado “comunismo de izquierda”, con figuras como Rosa Luxemburgo o Karl Korsch, entre varias otras corrientes.
EPÍLOGO SOBRE EL ARTE CONTROLADO
La mirada enfilaba hacia los fachos, decía yo, y la creciente ola de acontecimientos que llevaron a los movimientos fascistas a intentar todo para restringir el poder de las mayorías, y que pasaron por formaciones que se acercaron cada vez más a la instauración de regímenes tendientes al totalitarismo, la cancelación de la democracia o el nacionalismo radical. Movimientos que siguen evolucionando, y asomando sus fauces aquí y allá, con una clara tendencia a regular las ideas y, sobre todo, la diversidad de sensibilidades (la quema de libros, la persecución de pensadores y de grupos vanguardistas, o la noción de “arte degenerado”, es una breve muestra histórica de ello).
«Otro camino era el autor transformándose en productor del declive del sistema»
En ese sentido, toda poética divergente sería cancelada en su multiplicidad, a no ser la conveniente para un centralismo que desea preponderar su situación histórica. Pero, ya lo sabemos, “no hay mal que dure cien años”, quizá gracias a que aquella presunción humana de estabilidad no puede resistir los influjos de lo múltiple, propulsores del deterioro o la expansión del deseo. Colectividades que aparecen por todos lados, las modernas que claman su derecho a existir, o las milenarias que han sabido resistir.
Sin embargo, ya lo decía yo, incluso además de derechas no fascistas, ciertas izquierdas tuvieron comportamientos similares, que implicaban lo que Herbert Marcuse llamara la modulación de un “Hombre unidimensional” [11]. El filósofo, ligado a la Escuela de Fráncfort, realizó una crítica de estos procedimientos de control del comportamiento, los cuales suscitaron realidades planas, sin más dimensiones, que embotaron un pensamiento crítico de naturaleza compleja. Así, además de la sociedad capitalista industrializada, esto operaba también en la soviética estalinista. Al respecto, dice:
[…] la ritualización autoritaria del discurso es más fuerte cuando afecta al lenguaje dialéctico mismo. Las exigencias de la industrialización competitiva, y la sujeción total del hombre al aparato productivo aparecen en la transformación autoritaria del lenguaje marxiano en el lenguaje stalinista y postestalinista. Estas exigencias, tal como son interpretadas por los dirigentes que controlan el aparato, definen lo que es verdadero y falso, correcto y equivocado. No dejan tiempo ni espacio para una discusión que proyectara alternativas capaces de provocar una ruptura. Este lenguaje ya no se presta en modo alguno al «discurso». Declara, y en virtud del poder del aparato, establece hechos; es una enunciación que se hace válida a sí misma (p. 131).
Como lo menciona María Fernanda Alle [12], uno de los críticos que previó esto, antes de que las relaciones entre los artistas de las vanguardias soviéticas y los oficialistas se tensaran del todo, fue Walter Benjamin, quien, a propósito de la publicación de su libro El artista como productor [13], dictó una conferencia en París que fue polémica, antes de que se declarara en la Unión Soviética al realismo socialista como la corriente oficial de la literatura y el arte.
El conocido texto de Benjamin indica una disyuntiva en la aparición de tendencias progresistas diferenciadas que, en la cancelación de las autonomías vinculadas a la práctica artística, se adscribían a la lucha de clases.
Según sus planteamientos, desde dentro del capitalismo, el creador podía generar una producción cultural que al pretender dotar de herramientas para una crítica del sistema del cual hacía parte, se enfrentaba siempre al peligro de convertir su empeño en un artículo de consumo. Otro camino era el del autor transformándose en productor del declive del sistema, exigiendo la ruptura con el aparato burgués capitalista. La reflexión de Alle al respecto es muy clara:
No basta, dice Benjamin, con asumir la «tendencia correcta» pues ésta no asegura de ningún modo ni la calidad de una obra ni su potencial de liberación; por el contrario, se requiere de la centralidad de la técnica, único modo de superar «la estéril contraposición de forma y contenido». Podría decirse que si el segundo camino coincide con el propósito de las vanguardias, el primero, en cambio, es el que finalmente se impuso como dogma desde la Unión Soviética (p. 169).
Más allá de esto, el llamado “Realismo Socialista” fue propulsado con el objetivo de explicitar la heroicidad de los próceres revolucionarios y de denunciar propuestas subjetivistas no modulables, por lo cual todo creador que no se atuviera a tal desempeño, era no solo aislado, sino incluso amenazado. Si bien esta tendencia estaba ya desarrollándose en la Unión Soviética desde la segunda década del siglo XX, fue hasta 1934 que se oficializó, junto con la prohibición de las manifestaciones vanguardistas como las del abstraccionismo, el constructivismo o el formalismo.
Si bien la exaltación propagandística del régimen tenía una fuerte carga estratégica para oponerse a las ideas contrarrevolucionarias, en su práctica se convirtió en un aparato de persecución y castigo a gran escala. Un arte, pues, elaborado por decreto. Los suicidios de los poetas Sergéi Yesenin o Vladimir Mayakovski, cuyas causas estuvieron rela- cionadas con las tensiones provocadas por la persecución, anunciarían una época de asedio y asesinato que implicaba, justamente, el deseo de modificar la superestructura de manera programática.
Regresando a Marcuse, una de sus propuestas para no caer en la tentación de un supuesto objetivismo positivo que pretenda regular las condiciones históricas mediante una ingeniería social que corre el peligro de ser administrada como si se tratase de una maquinaria (lo cual provoca una burocracia exponencial, excesos en el autoritarismo y la construcción de un aparato represivo y de vigilancia), es el ejercicio de un pensamiento basado en una dialéctica de la negación:
Esta libertad negativa, esto es, la libertad frente al poder opresivo e ideológico de los hechos dados, es el a priorí de la dialéctica histórica; es el elemento de elección y decisión en y contra la determinación histórica. Ninguna de las alternativas dadas es por sí misma negación determinada a menos que sea comprendida conscientemente y pueda romper el poder de las condiciones intolerables y alcanzar las condiciones más lógicas, más razonables, hechas posibles por las prevalecientes (p. 251).
Y esta última cita me parece adecuada para señalar también el peligro de una poética determinista chata en la producción cultural planificada. Si la maquinaria del trabajo alienado roba de manera unilateral la subjetividad del obrero para incorporarla al proceso sin ninguna retribución adicional que su salario, la vida, en la diversidad y en la multidimensionalidad de las expectativas y los sentidos del mundo, son un arma irremplazable.
Porque, hay que insistir: no hay resistencia y disrupción sin inteligencia de lo diverso, sin una poética múltiple que, mediante la colectivización de perspectivas diferenciadas, llegue a una consideración afín respecto a la defensa de tales subjetividades. Más allá del mercado y su circularidad iterativa y plana, existe una potencia poética de lo heterogéneo de la que hay, por supuesto, ejemplos evidentes en las mil miradas singulares que, a pesar de todo, se siguen juntando para recuperar nuestro derecho al disfrute del tiempo, más allá de su función productivista.
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NOTAS / REFERENCIAS
1. Aristóteles. Poética. Madrid: Alianza editorial, 2004.
2. Acceso en: https://revistaquiote.mx/?p=58
3. Se dice que un comportamiento agrupa diferentes tipos de conductas. Yo prefiero este término, puesto que, aunque una conducta opera en la conciencia, el comportamiento puede incluir también formas no conscientes que, sin embargo, operan en las decisiones que se toman en las sociedades.
4. Engels, F. El papel del trabajo en la transformación del mono al hombre. Universidad Obrera, 2020.
5. Marx & F. Engels. Obras Escogidas (en tres tomos), tomo II. Moscú: Editorial Progreso, 1974.
6. Georges, Bataille. La parte maldita. Precedida de la noción de gasto. Barcelona: Editorial Icaria, 1987.
7. Valéry, Paul. Teoría poética y estética. Madrid: Visor, 1998.
8. Lynch, Enrique. “Arte poética”, en Las Nubes, n.º 11, Barcelona, noviembre de 2010.
9. Ross, Kristin. El surgimiento del espacio social. Rimbaud y la Comuna de París. Madrid: Ediciones AKAL, 2008.
10. Esto alude al poema de Rimbaud “Las cartas del vidente”, desde el cual Kristin Ross reflexiona: “Hace hincapié en el trabajo de la propia transformación, no en el tópico romántico de la predestinación poética. El proyecto del vidente emerge en las cartas no sólo como la mera voluntad de combatir prácticas poéticas específicas del pasado o contemporáneas, sino también como la voluntad, en último término, de superar y reemplazar por completo la «poesía» […] De hecho, el proyecto del vidente puede tomarse, en su totalidad, como figura de la producción no alienada en general.” Op. Cit. (pp. 74-75).
11. Marcuse, Herbert. El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. Barcelona: Planeta-Agostini, 1993.
12. Alle, María Fernanda. “La literatura del partido. El realismo socialista entre el arte y la política”. En 452ºF. #20, 2019, 166-186.
13. Benjamin, Walter. El autor como productor. México: Editorial Itaca, 2004.