Huizachtépetl, mi cerro en Iztapalapa

por | NÚMERO TRES

BEATRIZ RAMÍREZ GONZÁLEZ

 

Esta elevación llamada Huizachtépetl en la época prehispánica, forma parte de la cadena de volcanes de la Sierra de Santa Catarina, en la Península de Iztapalapa, que hizo erupción hace miles de años. Con la fluctuación del nivel del antiguo lago, el cerro pudo quedar rodeado de agua y haberse convertido, por épocas, en una isla. Fue declarado Parque Nacional en 1938 por el presidente Lázaro Cárdenas, con 1100 hectáreas de superficie, y en 1991, como Área Natural Protegida, sujeta a conservación ecológica, con sólo 143 hectáreas, el resto ya cubierto por la urbanización.

Su altitud es de 2450 metros sobre el nivel del mar y su altura sobre el nivel medio de la Ciudad de México, de 224 metros. Conserva un clima templado subhúmedo y una vegetación muy diversa que incluye, lamentablemente, eucaliptos. Por las características del suelo, el cerro ayuda a recargar el manto acuífero mediante la filtración de las lluvias. Proporciona oxígeno, retiene partículas contaminantes y regula la temperatura alta del ambiente en épocas de lluvia.

En la cima, las primeras investigaciones arqueológicas, consistentes en sondeos y exploraciones, se realizaron por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en 1974 y, desde entonces, se han efectuado diferentes proyectos arqueológicos. Hay restos arquitectónicos de dos monumentos que forman parte de un mismo complejo. El más importante es el templo pirámide donde se celebraba la Ceremonia del Fuego Nuevo cada 52 años.

La construcción está orientada hacia el poniente. Se compone de cinco superposiciones, señalando los cinco períodos constructivos que corresponden a diferentes épocas. Consta de una amplia escalinata de siete escalones, flanqueada por anchas alfardas y cuerpos remetidos en talud. En algunas partes, todavía existen aplanados de estuco.

Frente al monumento hay restos de cimientos de pequeños aposentos que fueron construidos tardíamente. Hacia el oeste, sobre una pequeña terraza, se localiza otra pequeña estructura, que servía de antesala para llegar a la cima. El conjunto arquitectónico sufrió una paulatina destrucción, por la erosión natural y la explotación del cerro como mina para obtener material para construcción.

Ceremonia en el cerro.

A principios de 2008 se concluyó una barda de contención para evitar derrumbes en el lado norte de la pirámide. Según las evidencias, en la cima del cerro, se realizaban ceremonias desde, por lo menos, el año 500 a. n. e.

También se efectuó la catalogación de las cuevas, la mayoría de ellas fueron utilizadas con fines habitacionales y ceremoniales en la época prehispánica. Así mismo, se han localizado y catalogado más de cien petroglifos, piedras grabadas con diferentes diseños.

Cueva en el Huixachtépetl.

Algunas piezas arqueológicas encontradas en diferentes áreas del Cerro de la Estrella, conforman parte del acervo de los Museos del Exconvento de Culhuacán y del Fuego Nuevo. El Huizachtépetl es de los sitios más interesantes que conozco, con su riqueza natural, su acervo arqueológico, los pueblos originarios y sus templos que ocupan parte de su territorio: Iztapalapa, Culhuacán, Los Reyes Culhuacán, San Andrés Tomatlán, y, también, ya una gran cantidad de colonias. 

La Utopía Estrella Huizachtépetl, premiada cuando apenas era un proyecto, el Predio de la Pasión, donde se representa una crucifixión que forma parte de un patrimonio cultural intangible de México. Aún hay zonas de cultivo pertenecientes al pueblo Los Reyes Culhuacán, donde se siembra flor de cempasúchil, nopales, calabaza, maíz y demás, se convierten en un gran mirador que abarca varios puntos estratégicos. 

Es lugar de esparcimiento, entrenamiento, ceremonias, encuentros; lugar que provoca escribir poesía. Yo no pude resistirme:

Desde el Huizachtépetl, el gran balcón de Iztapalapa,

quise contemplar, evocando la memoria,

la inmensa cuenca rodeada de elevaciones,

ignorando esta urbe inundada de asfalto

que en otros tiempos, entre el agua, respiraba.

 

De pie, en el sagrado templo del Fuego Nuevo,

pude ver la grandeza del lago; 

a pesar de una gris nubosidad en la atmósfera,

que envuelve y borra a la distancia,

la imaginación quiso volverse mi cómplice.

 

Sentí el agua venida del cielo,

recorriendo lentamente mi cuerpo,

buscando el camino a la tierra,

filtrándose en grietas y cavidades

de este ancestral volcán apagado.

 

Seguía su curso, retornaba a su origen

viajando hasta el oscuro subsuelo,

hasta algún punto, en algún momento,

donde pudiera reencontrarse

con las aguas del extenso lago.

 

Vi así la gran calzada de Iztapalapa

surcando el agua, uniendo tierras, 

como Bernal Díaz en sus crónicas dijera:

“que no se torcía, ni poco ni mucho,

muy derecha hasta el reino de Tenochtitlan”.

 

Al oriente del gran Huizachtépetl,

en formación a lo largo de la península,

el resto de la cadena volcánica

y de frente, hacia el norte, surgiendo del agua,

el islote del Peñón Viejo: Tepepolco.

No pude menos que disfrutar

el azul y verde dominantes, imponentes

y al mismo tiempo, sentir pesar y nostalgia,

volviendo al presente, por lo que se fue sin retorno,

quedando vivo sólo en la memoria.

 

Vi entonces agua y tierra sustituidas por asfalto,

una mancha urbana de colores,

de escalas y formas diferentes,

avanzando, creciendo día a día,

desbordando la planicie, alcanzando las alturas.

 

Y el Huizachtépetl no quedó a salvó.

La urbanización lo está devorando,

las grietas, sedientas, esperan la lluvia

que se pierde buscando su origen

sin completar su natural ciclo de vida.

 

Hemos traicionado al ambiente,

sin conciencia alteramos el equilibrio.

Cuidar el agua, preservar la vida,

ahora eso a nosotros nos obliga,

la naturaleza se está dando por vencida.