Ramón Durán y el espejo de la placa de grabado

por | NÚMERO TRES

Ramón Durán y el espejo de la placa de grabado

Fernando Gálvez de Aguinaga

Las obras artísticas que se incluyen en este artículo fueron impresas por Ramón Durán. En esta página: Paulina Jaimes, aguatinta, aguafuerte y esgrafiado.

Hace más de cuarenta años que Ramón Durán entró al universo de las artes de la estampa por la puerta grande. Sin siquiera intuirlo, ajeno totalmente a los círculos artísticos y a la historia del arte, con el ánimo para ganarse unos pesos y poder sostenerse, entró a trabajar a uno de los talleres artísticos más relevantes del siglo XX en México, el afamado Kyron de Andrew Vlady (vale decir que al momento de escribir estas líneas se presenta en Oaxaca una gran exposición de ese taller en el Centro Cultural San Pablo). Andrew Vlady me contó que para conseguir impresores, prefería formarlos desde muy jóvenes, enseñarles el oficio desde el mero inicio y que supieran, paso por paso, procedimiento por procedimiento, el camino de las piedras litográficas, y aunque manejaban y les enseñaba otras técnicas, la primera y central era la litografía.

   Vlady quería tener el control de todo lo que enseñaba, pues no podía darse el lujo de esa vieja idea de que echando a perder se aprende. En Kyron no había margen de error, pues se trataba de estampar las ediciones artísticas de Tamayo, Toledo, Zúñiga… había que ser perfectos, estar a la altura de las líneas de todos los grandes maestros que por ahí pasaban. Las impresiones debían responder, no sólo al dibujo y los colores desarrollados por el artista sobre la piedra caliza, sino ayudar en diálogo con el creador, a que esas imágenes fueran la representación exacta de lo que el artista deseaba, puesto que cada línea, cada efecto visual, cada tonalidad cromática era un tesoro invaluable.

   Durán era un jovencito y no estaba ni de cerca consciente de quiénes eran los grandes maestros a los que les tenía que resolver técnicamente las propuestas que querían en la piedra. Cuando, años después de su iniciación con Toledo y Tamayo, aquilató la dimensión trascendental de esos nombres y esos trazos. Ramón Durán supo que era parte del engranaje de la historia Cultural de México y que su silencioso aporte era el universo donde quería desarrollarse por el resto de sus días.

   Entre las cuatro esquinas romas de la roca, en la estricta disciplina casi monástica que Vlady imponía a sus maestros litógrafos, Durán aprendió que la pasión, la locura y la hilaridad vuelta imagen por uno de los grandes maestros con los que trabajaba, requería la exactitud de la interpretación técnica, pues no podía desperdiciarse un punto, una línea de la expresión sublime y poderosa, a la vez, de cualquiera de los inmensos dibujantes que la vida había puesto en su camino.

   Así, su vida se pobló de poemas visuales. Después de una década, comenzó a recorrer otros talleres y aprendió otras técnicas de impresión: el grabado en metal, la xilografía en madera, los linóleos tradicionales y los monotipos. Cuando al fin pudo armar su propio taller de artes gráficas, le puso simplemente su nombre, Taller de Gráfica Ramón Durán, pues las prensas y tórculos ya eran su biografía; la tinta, su sangre y sus lágrimas; el papel, la piel que deja hecha girones en cada jornada con los grandes nombres de la cultura mexicana.

   El rostro de Durán usa cotidianamente el espejo de las placas metálicas de zinc o cobre, o aluminio. Al ver su rostro en las láminas recortadas, sabe que es el amanecer de su verdadero día, mientras que la cara que le devuelve la superficie de azogue de su espejo en el baño, parece que todavía no está terminada de dibujar. Cuando llega, en cambio, a ver una exposición, como la retrospectiva gráfica de Rufino Tamayo que se mostró en años recientes, y ve alguna estampa del gran maestro oaxaqueño en la que le tocó participar, siente que está ante una página de su diario. Se emociona, empieza a mandarle a sus amigos fotos de la pieza artística y de las sesiones que tuvo con aquellos gigantes de la imaginación.

Daniel Lezama, monotipo.

Samuel Meléndez, monotipo

   Como empezó tan joven en estos rumbos entintados, ya son tres o cuatro generaciones que se han puesto en sus manos para imprimir sus ideas. De Tamayo a Toledo, de Toledo a los Casto Leñero, de los Castro Leñero a Daniel Lezama y Érik Pérez, de estos últimos, a los chicos que participan en sus cursos en el Taller del Complejo Cultural los Pinos. La hilera de las impresiones que ha hecho pueden contar ya una larga historia de la gráfica mexicana.

Patricia Sánchez saiffe, monotipo